El orden del tiempo y tres obras de Rivera Garza

Γ(z)
9 min readAug 31, 2023

Al respecto de su ingreso a El Colegio Nacional, comencé a leer a Cristina Rivera Garza en este julio que ha pasado. Empecé por “La cresta de Ilión”, seguí con “Nadie me verá Llorar” y, recientemente, terminé “El invencible verano de Liliana”.

De la autora, nada es más exquisito -a excepción de su prosa: casi canónica, compacta y completa- que su dominio del espacio-tiempo, del espacio y del tiempo. Un conjunto de tres entidades igualmente válidas e independientes, de tres condiciones totalizantes, pero, no indómitas. Tres abstracciones isomorfas, cada una, a una agógica poco convencional pero, atinada.

No quiero continuar con la obra de la autora sin, antes, escribir sobre estos tres libros suyos, sobre cómo es que los he hecho míos. Sobre “mi Quijote” (aludiendo a Unamuno y su Quijote): mi Cristina Rivera Garza.

La cresta de Ilión

La complejidad de “La cresta de Ilión” no encuentra remedio, me atrevo a sugerir, ni en la asociación con la locura, ni en el parecido a la deformación característica de los “uncanny dreams” (clara en el desarrollo, por ejemplo, de “The Unconsoled”, de Kazuo Ishiguro), sino en la alegoría del “yo” tomado por una multiplicidad de habitantes cuya sustancia trasciende el género del cuerpo, la morfología de la cresta iliaca.

Y, ¿si la armonía entre quienes nos habitan se diluye? Quizá, la metamorfosis que comienza con voces incómodas, la que deviene con dolor y raudales de incertidumbre, la definitiva, no se da sino como un proceso en la que, al estilo de Cortázar, la casa (el “yo”) es tomada.

Así, en un noche de tormenta, irrumpe una Falsa Amparo Dávila. Él la deja pasar pese a la confluencia del miedo y el deseo. Llegará después, enferma, la Traicionada, quien desarrollará un vínculo de complicidad con su cuidadora: Amparo Dávila, la Impostora. Ambas irán desplazándolo: se harán de un lenguaje que él no podrá entender. Ellas saben su secreto: él es mujer.

No es un sueño. En el sueño, la lucidez del sujeto no se trastoca. El sujeto no es más que un elemento del entramado esquizoide, uno que hace juego. El que sueña, ha aprendido a diseñar eventos dentro de un sistema independiente, aislado; eventos en los que, sin violarse el Segundo Principio -la causalidad a la que la realidad física nos ha acostumbrado- conviven sujetos y objetos en el espacio-tiempo al que, originalmente, no corresponden. Un presente Newtoniano, unívoco, homogéneo: un reacomodo del archivo del devenir, el devenir del que sueña.

No es locura ni es un sueño, aunque, sí, incontrovertible es el que, en toda transformación, nos encontraremos, de vez en vez, en la vecindad del límite del proceso que, efectivamente, converge a la locura. Locura con accesos de onirismo, sin ser sueño, sin ser locura: asimetría, polifonía, Cioran’s Heights of Despair.

La trama no es parabólica, no hay simultaneísmo, mucho menos se trata de una sinusoide. Más bien: estrellas sobre Babilonia (como llamó Conway a la función de Thomae): Riemann integrable pero, con un número infinito de discontinuidades (tan grande como el cardinal de los racionales pero, de medida cero). Pese a que la trama se enrarece, nunca se podrá declarar enteramente perdida. El cambio no ocurre aquí, todo es sintomático de la violenta transformación de un yo que se quiebra ante la partición establecida con anticipación. La continuidad de la trama está en \omega \in \mathbb{I}.

Figura 1: Gráfica de función de Thomae

¿Podemos desaparecer a quienes nos habitan? Habrá los que cederán ante la señal inequívoca de derrota: el instante en el que se ha comenzado a hablar una lengua extranjera en la casa propia. Tal vez, no “desaparecen” sino que se quedan sin espacio. Su espacio ya es Casa Tomada.

Nadie me verá llorar

A finales de la primera mitad del siglo XX, Einstein y Kurt Gödel, como migrantes refugiados en Princeton, formaron un vínculo por demás conmovedor: en 1949, Gödel regaló a Einstein, con el motivo de su cumpleaños 70, una solución a sus ecuaciones de campo (EFE). Esta solución, al permitir algo así como “viajes en el tiempo” (un universo gödeliano rotatorio en el que curvas cerradas de tipo tiempo son posibles: veredas en el espacio-tiempo que, si se siguen, conducen a estados en los que el efecto puede preceder a la causa), sugieren la inconsistencia lógica del paso del tiempo.

Lo cierto es que, fuera de las ecuaciones de campo y, de abstracciones similares, solo es con el recuerdo que podemos transgredir la estructura del tiempo clásico y, sin reparar mucho en ello. Ante la localidad del tiempo, la experiencia de cualquier evento no requiere mayor referencia que la del huso horario correspondiente. La intersubjetividad del fenómeno nos hace no necesitar dudar mucho de la siguiente afirmación (de valor de verdad indistinto, para efectos de esto que escribo): mi presente es el presente de todos los que ahora están vivos.

Matilda Burgos y Joaquín Buitrago recuerdan. “Nadie me verá llorar” es eso: narraciones de quienes acceden al archivo de la memoria, impelidos por un par de preguntas sin mucho sentido práctico, preguntas tras las que se esconden la tregua y el deseo:

-Prometiste contarme cómo se convierte uno en una loca, ¿te acuerdas?

-¿Cómo se convierte uno en fotógrafo de locas?

La belleza de “Nadie me verá llorar” radica, no solo en la novela como culmen de un trabajo propio de lo que identifica, un tanto, a la autora: “el historiador”, sino, también, en el acto de recrear, con la imaginación, la imagen de Rivera Garza construyendo la obra. A manera de Notas finales, nos hace saber que se baso “… en expedientes clínicos, documentos oficiales, diarios y cartas de asilados del Manicomio General, comúnmente conocido como La Castañeda, que se encuentran en el Archivo Histórico…”

Matilda está loca. Loca pero, no de esa locura atribuible a quien padece excesos de lucidez, raudales de cordura; no de la que le secunda a un acceso, siquiera minúsculo, a un pedazo de verdad matemática; de esa -ficticia- con la que Labatut colma a Schwartzschild o a Grothendieck en “Un verdor terrible”. No. Matilda padece de la vergonzosa pérdida de facultades del loco al que, en vida, se le condena al olvido.

Joaquín, adicto a la morfina y fotógrafo de locos, está enamorado de Matilda. Ya había tenido la oportunidad de fotografiarla antes, como prostituta. A veces es finales del siglo decimonónico, a veces, las secuelas del porfiriato y el desarrollismo, rozan las vidas de Joaquín y Matilda, cuyo punto de inflexión coincide: Tina Vicario, la pianista. La causa.

Diamantina Vicario representa, aquí, a la intersección no vacía entre dos trayectorias de espacio fásico, en donde, pese a reinar el determinismo y conocerse el hamiltoniano, las condiciones iniciales: la familia Buitrago y el tío Marcos, no son suficientes para garantizar el estado futuro del sistema, los sistemas. Contraejemplo del teorema de Picard-Lindelöf. Quizá, sin Tina Vicario, no habría fotógrafo de locas ni prostituta para volverse loca.

El tiempo, en Nadie me verá llorar, le pertenece a la memoria, al recuerdo que trasciende la urgencia de verificación del exterior, a la memoria de una loca, de un adicto que nunca será el esposo de la vainilla.

El invencible verano de Liliana

Things are transformed one into another according to necessity, and render justice to one another according to the order of time.

Anaximandro (citado en Rovelli, 2017, p.14)

Lo que experimentamos como “paso del tiempo” nos permite asociar melodías y objetos y símbolos y cualidades; asociar el ser abstracto de quienes, por ejemplo, no admitirán reemplazo al faltarnos. Por eso es que una caja de música que ha quedado entrelazada con la mirada que, algún día, se adueñó de nuestro reflejo, se vuelve daga ante la pérdida: sirviendo a la nostalgia, hiere de muerte a la cordura utilizando un intervalo de tiempo. La distinción entre pasado y futuro definida por el incremento de la compacidad del tejido que recubre al tracto respiratorio y el dolor hecho adrenocorticotropina, prolactina, leucina encefalina. El tiempo como lazo entre imbatibles accesos de llanto y cajas de música.

Liliana fue víctima de feminicidio a sus 20 años. Ella murió, en 1990, a manos de su “ex novio”. La hermana de la autora murió buscando salir, no entrar. ¿Es válido proponer a “El invencible verano de Liliana” como la tregua que la autora ha hecho con el “tiempo propio”: ese local, ese unidireccional con el que, aristotélicamente, medimos el cambio? Escribir es, también, desarchivar un pedazo de cambio, poner al fuego la porción de tiempo congelado en la intuición hecha hábito. Un cachito, un cuanto.

A finales de los sesentas, fue presentada una ecuación de estructura simple que describe la dinámica del mundo prescindiendo de la variable temporal. Nada para levantar cejas, pues, precisamente es que, en el nivel más fundamental, no tendría que haber tal cosa como una variable (parámetro) en particular. La ecuación Wheeler-DeWitt (gravedad cuántica) explica cómo es que se da el cambio de las cosas con respecto al resto. En 1971, Roger Penrose hace pública su idea de red de espín (como parte de su marco combinatorio/discreto del espacio-tiempo).

Figura 2: Dos tipos de red de spín de norma cero (Penrose, 1971)

Las condiciones estaban dadas para que, en las últimas dos décadas del siglo XX, se desarrollara la teoría cuántica de bucles (“QLP”) que, pese a no ser unánimemente aceptada (la teoría de cuerdas es una alternativa), es suficientemente respetada. Para la QLP, la manifestación del campo gravitacional se da de manera granular: cuantos de gravedad -la gramática no nos alcanza-, “nudos” que “contienen” el volumen del espacio; granos elementales cuya interacción, cuya “danza” incesante -de Shiva- no es sino el “devenir”. Pedazos de tiempo y de espacio en presentaciones de 10^{-44} segundos y 1.6x10^{-35 } metros (escala de Plank). Cachitos, cuantos.

La reconstrucción de Liliana, la del pasado y la que le siguió a su muerte, refleja el meticulosísimo trabajo de su hermana: la historiadora, quien es capaz de armar un rompecabezas (conmovedor hasta la sangre) sin ausencias, completo. La autora toma retazos de vida de Liliana como piezas, ya de la voz de Liliana misma, ya de otros tantos que se vieron en sus ojos -los de Liliana-, para estructurar un tipo de verdad cerrada: que contiene sus límites, a partir de los espectadores que poseen un fragmento de aquella -aludiendo a Ortega y Gasset, a su concepto de verdad-.

El tiempo se contrae… se descompone… se alarga… se diluye… y aquí van… cargando… los huesos de todos los muertos…

(Rivera, 2021, p.27)

El campo gravitacional y su relación de equivalencia con el espacio-tiempo dotan de ritmo a los fenómenos de los que se deduce regularidad. La vida está habitada por relojes orgánicos que nos han servido como antesala del significado. La materialidad de anhelos compartidos: hechos palabra, hechos carne, están condicionados a la posibilidad de sincronía.

Basta un corazón para dictar el orden del tiempo, bajo continuo y parámetro de devenir del universo. Un corazón que deja de latir: un tiempo que puede desacoplarse de la base rítmica, de la medida de todas las cosas. Un tiempo absoluto e independiente que se detiene con la muerte de Liliana:

… Hay un cuerpo inerte aquí, atrancado entre los goznes y pernos del tiempo, que suspende el tiempo y la secuencia. (Rivera, 2021, p.41)

¿Es válido interpretar a “El invencible verano de Liliana” a la luz del fragmento de Anaximandro? La pausa del tiempo que muere donde nació. No puedo estar segura pero de esto sí estoy cierta: al macho se le manda a la chingada a la primera.

[Penrose, 1971] Penrose, R. (1971), ‘Angular Momentum: an approach to combinatorial spacetime’, in T. Bastin (ed.), Quantum Theory and Beyond, Cambridge: Cambridge University Press, pp.151–180.

[Rivera, 2021] Rivera, C. (2021) El invencible verano de Liliana. Ciudad de México: Penguin Random House Grupo Editorial.

[Rivera, 2018] ]Rivera, C. (2018) La cresta de Ilión . Ciudad de México: Penguin Random House Grupo Editorial.

[Rivera, 1999] Rivera, C. (1999) Nadie me verá llorar. 1.a ed. en Maxi. Ciudad de México: Editorial Planeta Mexicana.

[Rovelli, 2017] Rovelli, C. (2017) The order of time, trans. E. Segre. 1st American ed., New York: Riverhead Books.

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